Patricia Arache
Desde tiempos inmemoriales, el veneno de la maldad, la codicia, la agresión, la violencia y el crimen corre por las venas de miembros de la llamada “especie humana”, y sus consecuencias colocan muy en entredicho cualquier prédica, acción o consagración de amor, respeto y cariño que pretenda unir entre sí a los semejantes.
La historia, la Biblia, recogen episodios funestos de violencia, abusos y criminalidad entre la gente, incluso, entre las propias familias, como el caso de Caín y Abel, definidos como los primeros hijos de Adán y Eva.
Según el Génesis, tras ser expulsados del Jardín del Edén, Caín mató a Abel porque supuestamente Dios aceptó el sacrificio de su hermano y rechazó el de él. Eso lo convirtió en el “primer asesino” de la humanidad.
Ahora lo mejor es dejar eso ahí, dejar de ese largo las cosas relativas a este aparente episodio de celos, porque su descripción misma generará una y otra pregunta y muchas más que, en vez de aclarar, enredarán más la madeja, esencialmente, en lo relativo a la valoración del respeto a la naturaleza, a las especies y a la compasión.
Basta decir que supuestamente los celos de Caín fueron provocados porque Dios aceptó “el sacrificio de Abel”, que fue, nada más y nada menos, el degollamiento de los primogénitos de las ovejas que pastoreaba; en vez de las frutas y verduras que cultivaba Caín, en su condición de agricultor.
¡Espeluznante y polémico! Se habla de que es una exposición, como la mayoría de la Biblia y de las historias de la antigüedad, presentada en metáforas y parábolas, pero bueno, como quiera es crispante. Por eso, vamos a dejar esto ahí mismo.
Hablemos del presente, agudo, punzante, lacerante e inhumano. De más en más, se observa en distintas partes del mundo la ligereza con la que alguna gente actúa en forma violenta e inmisericorde en contra de los demás, sin importar ni siquiera que se trate de seres tan vulnerables como los niños, niñas y adolescentes.
La muerte de un indefenso niño, de 8 años de edad, en Verón, Higüey, provincia La Altagracia, en República Dominicana, a quien le propinaron golpes y más de 145 heridas en su frágil cuerpo, a quien le tumbaron sus dientitos, quizás todavía de leche, e incluso, a quien agredieron sexual e inmisericordemente, no tiene perdón de Dios ni de nadie. ¡No! ¡No lo tiene!
Pensar en ese caso es registrar una escena dantesca, desgarradora y bochornosa que parece salida de las más abominables y diabólicas mentes criminales.
Me cuesta llamarle mujer a Carmen Jiménez, quien confesó sus atroces actos, sin aparente arrepentimiento, pero también, me cuesta creer que la insensibilidad y la deshumanización hayan aumentado tanto que ya a nadie parece importarle lo que ocurra o deje de ocurrir a su alrededor y, a veces, hasta ante sus propios ojos.
Y, sin que uno haya tenido tiempo para reponerse, lo que quizás ni se produzca por ahora, desde Nueva Delhi se informa que las autoridades cerraron un orfanato en el centro de la India, donde 21 menores denunciaron que eran colgados boca abajo, marcados con hierro incandescente o fotografiados desnudos, por los empleados del centro, que tenían la responsabilidad de cuidarlos y protegerlos.
¡Cuántas desgracias humanas y sociales! La realidad global clama a gritos que el mundo haga un alto en su alocada carrera en la que la meta parecería ser elegir como ganador a quien haga lo peor en contra de su semejante.
Estos episodios deben dejar alguna lección y la gente debe aprenderla: la violencia y la maldad son problemas graves que afectan a la sociedad y a las personas.
El trabajo conjunto de la familia, escuela, iglesias, organizaciones culturales, profesionales y de las autoridades es imprescindible para encontrar soluciones que prevengan la violencia en todos los sentidos y promuevan la paz.
La familia, la familia, la familia, es el núcleo vital para contrarrestar la violencia y otros males. ¡Basta, basta ya! Hay que respetar la vida.